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Pentecostes (página 2)



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La ciencia considera y tiene como fundamento distintos hechos, que deben ser objetivos y observables. Estos hechos observados se organizan por medio de diferentes métodos y técnicas, (modelos y teorías) con el fin de generar nuevos conocimientos. Para ello hay que establecer previamente unos criterios de verdad y asegurar la corrección permanente de las observaciones y resultados, estableciendo un método de investigación. La aplicación de esos métodos y conocimientos conduce a la generación de nuevos conocimientos objetivos en forma de predicciones concretas, cuantitativas y comprobables referidas a hechos observables pasados, presentes y futuros. Con frecuencia esas predicciones pueden formularse mediante razonamientos y estructurarse como reglas o leyes generales, que dan cuenta del comportamiento de un sistema y predicen cómo actuará dicho sistema en determinadas circunstancias.

Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre. Clamar ¡Abba, Padre!

Un hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar en la voluntad, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto a hermanos e hijos del mismo Padre.

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.

La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.

La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo: «Envió Dios a su Hijo…, para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo…» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).

La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El católico «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto el se

siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.

El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.

Temor de Dios es temer de no agradarle, si no le agradan a Dios nuestros hechos estamos separados de El.

Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, consientes de las culpas y del castigo divino, pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.

Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El Último, en el orden de enumeración de estos dones, es el don de temor de Dios.

La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta. Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el sentimiento del ciervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).

Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el sentimiento sincero y de búsqueda que el hombre experimenta frente a la tremenda presencia de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado con culpa» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar.

El creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a su ley.

El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).

De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes católicas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos. Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus católicos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).

De el Rey David. Salmo 50 A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.

Por tu inmensa compasión y misericordia, Señor, apiádate de mí y olvida mis ofensas. Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados.

A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.

Puesto que reconozco mis culpas, tengo siempre presentes mis pecados. Contra ti solo pequé, Señor, haciendo lo que a tus ojos era malo.

A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.

Tú, Señor, no te complaces en los sacrificios y si te ofreciera un holocausto, no te agradaría. Un corazón contrito te presento, y a un corazón contrito, tú nunca lo desprecias.

A un corazón contrito, Señor, no lo desprecias.

Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. Que tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).

Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios… Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm 8,14.17 El Evangelio nos relata esa escena entrañable tras la última aparición de Cristo resucitado en el lago de Tiberiades a sus discípulos.

Jesús toma a parte a Pedro y comienza un diálogo con él. "Pedro, volviéndose, vio que los seguía el discípulo amado a quien Jesús tanto amaba." Al verlo, Pedro dice a Jesús: -"Señor, y éste ¿qué?".

Jesús le contesta: – "Si quiero que este se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme".

Pero lo importante, es que Jesús te ha llamado a ti y a mí, y él lo que te pide es que seas tú el que le sigas. "Tú, sígueme". Lo que haga el Señor con tus amigos, con tu familia no te debe preocupar porque para todos se queda Él y le seguirán cada uno a su manera. "Tú, sígueme, aquí y ahora".

Recuerdas también este texto: "Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Y efectivamente se queda en la Sagrada Eucaristía, Cuando dice antes de ir al monte de los olivos. "Esto" es mi cuerpo (pronombre demostrativo neutro, se emplea para indicar cercanía en espacio o tiempo, así El quiere quedarse con nosotros hasta el final de los tiempos y El está vivo presente permanentemente en el Sagrario o expuesto en la custodia) y Esta es mi sangre, no dice este porque solo serviría para ese momento entre El y sus Apóstoles, El, Jesus Señor y Dios nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre y con su Espíritu Santo, (Padre en tus manos encomiendo mi Espíritu), (Indica o señala algo que está cerca, en el espacio o el tiempo, de la persona que habla, y también se usa para referirse a una persona o cosa mencionada anteriormente, Indican la distancia relativa entre dos objetos, entre una persona y una cosa o entre dos personas. Dice Esto porque es para estar con nosotros hasta el final de los días. Primero quiere mi cercanía e intimidad para que le sienta presente realmente todos los días de mi vida. Y además toda nuestra vida vivirá de esperanza porque siempre estará cerca de nosotros, no podremos ponernos fuera de su alcance.

"Entremos en esta locura del amor divino. Cuando Jesús estaba para salir de este mundo, fue cuando más mostró el fuego de su amor. En el momento de morir, cuando el hombre se agarra más a la vida y se olvida de todo, Jesús se desprende de la suya y se acuerda de nosotros. Y hecho pan se dio a los suyos en alimento. Y los suyos comieron para tener vida. Él muere, nosotros vivimos".

Hch 2,1-11; 1 Co 12, 3-7. 12-13; Jn 20, 19-23 En el principio del relato que nos refiere el cuarto Evangelio, los discípulos siguen atolondrados, el miedo a terminar sus días de manera violenta como su Maestro, los paraliza y los mantiene encerrados a piedra y lodo y turbados en su espíritu.

Por eso mismo el Señor Jesús les ofrece el don de la paz. El saludo es reiterado un par de veces para ratificar el valor fundamental que Jesús les quería entregar. El nexo que vincula ambos relatos es la efusión del Espíritu Santo. Cada evangelista lo refiere de manera distinta. San Juan lo hace sin mencionar ningún evento extraordinario; en cambio san Lucas registra un ruido y un viento tan llamativo que atrajo la atención de numerosos curiosos, que advirtieron la manifestación del fuego divino, en la comunicación del mensaje del Espíritu Santo, de Jesús, de Dios, en una diversidad de códigos y lenguas.

* Dejamos la palabra a san Juan Pablo II en su homilía de la Solemnidad de Pentecostés (Basílica de San Pedro,1980): "Venerados hermanos y queridísimos hijos:

He aquí que ha llegado de nuevo para nosotros, de acuerdo con el orden del calendario litúrgico, "el día de Pentecostés"… (Act 2, 1), día de particular solemnidad que, por dignidad de celebración y riqueza de contenido espiritual, se equipara al día mismo de la Pascua. ¿Es posible establecer un parangón entre el Pentecostés, de que hablan los Hechos de los Apóstoles, que tuvo lugar 50 días después de la Resurrección del Señor, y el Pentecostés de hoy? Sí, no sólo es posible, sino que es cierta, indudable y corroborante esta conexión en la vida y para la vida de la Iglesia, a nivel tanto de su historia bimilenaria, como de la actualidad del tiempo que estamos viviendo, como hombres de esta

generación. Nosotros tenemos el derecho, el deber y la alegría de decir que Pentecostés continúa. Hablamos legítimamente de "perennidad" de Pentecostés. Efectivamente, sabemos que cincuenta días después de la Pascua los Apóstoles, reunidos en el mismo Cenáculo que había sido antes el lugar de la primera Eucaristía y, luego, del primer encuentro con el Resucitado, descubren en sí la fuerza del Espíritu Santo que descendió sobre ellos, la fuerza de Aquel que el Señor les había prometido repetidamente a precio de su padecer mediante la cruz, y fortalecidos con esta fuerza, comienzan a actuar, esto es, a realizar su servicio.

La Iglesia apostólica se consolida en los apóstoles y nace para todos universalmente. Pero hoy también —he aquí la conexión— la basílica de San Pedro, en Roma, es como una prolongación, es una continuación del primitivo Cenáculo jerosolimitano, como lo es todo templo y capilla, como lo es todo lugar en el que se reúnen los discípulos y los confesores del Señor: y nosotros estamos aquí reunidos para renovar el misterio de este gran día.

Este misterio se debe manifestar de modo particular —como sabéis— mediante el sacramento de la Confirmación que hoy, después de la preparación conveniente, van a recibir los numerosos muchachos y jóvenes católicos de la diócesis de Roma, que se han reunido aquí. A estos hijos, precisamente porque son los destinatarios del "don de Dios Altísimo" y beneficiarios de la acción inefable de su Espíritu,

Ahora debemos reflexionar que Pentecostés comenzó precisamente la tarde misma de la Resurrección, cuando el Señor resucitado —como ha referido el Evangelio (Jn 20, 19-20)— vino por vez primera a sus discípulos en el Cenáculo y, después de saludarles con el deseo de la paz, alentó sobre ellos y dijo: "Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados…" (ib., 22- 23). (son por esto que San Pedro y los apóstoles después de imponerles las manos y estos a los sacerdotes los únicos intermediarios entre Dios y los pecadores los únicos que pueden perdonar los pecados, cuando están en el confesionario y esto también nos dice que ningún hombre puede confesarse directamente con Dios),Este es, pues, el don pascual, porque estamos en el primer día, es decir, como en el elemento generador de esa serie numérica de días, en la que el día de Pentecostés es exactamente el cincuenta; porque estamos en el punto de partida, que es la realidad de la resurrección, en virtud de la cual, según una relación de causalidad más que de cronología Cristo ha dado el Espíritu Santo a la Iglesia como el don divino y como la fuente incesante e inagotable de la santificación. En otras palabras, debemos considerar que, la tarde

misma de su resurrección, con una puntualidad impresionante, Cristo cumple la promesa hecha tanto en privado como en público, hecha a la mujer de Samaria y a la multitud de los judíos, cuando hablaba de un agua viva y saludable, e invitaba a ir a El para poderla sacar en abundancia y apagar con ella para siempre la sed (cf. Jn 4, 10. 13-14; 7, 37). "Esto dijo —comenta el Evangelista— del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en El, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 39). Así, pues, apenas llegó la glorificación, esa misma promesa del envío-venida (quem mittet; cum venerit) del Espíritu Paráclito, confirmada formalmente "pridie quam pateretur" a sus Apóstoles (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7-8. 13) fue inmediatamente cumplida.

"Recibid el Espíritu Santo…", y este don de santidad comienza a actuar enseguida: la santificación empieza —según las palabras mismas de Jesús— por la remisión de los pecados. Primero está el bautismo, el sacramento de la cancelación total de las culpas, cualquiera que sea su número y su gravedad; luego, está la penitencia, el sacramento de la reconciliación con Dios y con la Iglesia, y todavía la unción de los enfermos. Pero esta obra de santificación siempre alcanza su culmen en la Eucaristía, el sacramento de la plenitud de santidad y de gracia: "Meas impletur gratia". Y en este admirable flujo de vida sobrenatural, ¿qué lugar corresponde a la confirmación? Es necesario decir que la misma santificación se manifiesta también en el robustecimiento, precisamente en la confirmación. Efectivamente, también en ella está en sobreabundante plenitud el Espíritu Santo y santificante, en ella está el Espíritu de Jesús para actuar en una dirección peculiar y con una eficacia totalmente propia: es la dirección dinámica, es la eficacia de la acción interiormente inspirada y dirigida de Dios en nuestra vida. También esto estaba previsto y predicho: "Pero habéis de permanecer en la ciudad hasta que seáis revestidos del poder de lo alto" (Lc 24, 49); "Pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros" (Act 1, 8). La naturaleza del sacramento de la confirmación brota de esta concesión de fuerza que el Espíritu de Dios comunica a cada bautizado, para convertirlo —según la conocida terminología catequística en católico y seguidor como perfecto GUERRERO de Cristo, dispuesto a testimoniar con valentía su resurrección y su virtud redentora:

"Y vosotros seréis mis testigos" (Act 1, 8).

Si éste es el significado particular de la confirmación para vigorizar más en nosotros "al hombre interior", en la triple línea de la fe, de la esperanza y de la caridad, es fácil comprender cómo la confirmación tiene, por consecuencia directa, un gran significado también para la construcción de la comunidad de la Iglesia, como Cuerpo de Cristo (cf. II lectura de 1 Cor 12). También es preciso dar el debido realce a este segundo significado, porque permite captar, además de la dimensión personal, la dimensión comunitaria y, propiamente, eclesial en la acción fortificante del Espíritu. Hemos escuchado a Pablo que nos hablaba de esta acción y de la distribución, por el Espíritu, de sus carismas "para utilidad común". ¿Acaso no es verdad que en esta elevada perspectiva se encuadra la amplia y tan actual temática del apostolado y, de modo especial, del apostolado de los laicos? Si "a cada uno se le da una manifestación particular del Espíritu para utilidad común",

¿cómo podría un católico sentirse extraño o indiferente o exonerado en la obra de edificación de la Iglesia? De aquí se deriva la exigencia del apostolado laical y seglar y se define como respuesta debida a los dones recibidos. A este respecto, pienso que será bueno volver a tomar en la mano —me limito a una simple alusión— ese texto conciliar que, sobre los fundamentos bíblico-teológicos de nuestra inserción por medio del bautismo en el Cuerpo místico de Cristo, y de la fuerza recibida del Espíritu Santo por medio de la confirmación, presenta el ministerio que corresponde a cada uno de los miembros de la Iglesia como una "gloriosa tarea de trabajar". "Para el ejercicio de este apostolado —se añade—, el Espíritu Santo da a los fieles también dones particulares", de modo que se deriva de ellos correlativamente la obligación de trabajar y de cooperar a la "edificación de todo el Cuerpo en la caridad" (cf. Apostolicam actuositatem, proem. y núm. 3).

La confirmación se recibe una sola vez en la vida. Sin embargo, debe dejar una huella duradera: precisamente porque sella indeleblemente el alma, jamás podrá

reducirse a un recuerdo lejano o a una evanescente práctica religiosa que se agota enseguida. Por tanto, es necesario preguntarse cómo el encuentro sacramental y vital con el Espíritu Santo que hemos recibido de las manos de los Apóstoles mediante la confirmación, pueda y deba perdurar y arraigarse más profundamente en la vida de cada uno de nosotros. Nos lo demuestra espléndidamente la Secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus: ella nos recuerda, ante todo, que debemos invocar con fe, con insistencia, este don admirable, y nos enseña también cómo debemos invocarlo. Ven, Espíritu Santo, envíanos un rayo de tu luz… Consolador perfecto, danos tu dulce consuelo, el descanso en la fatiga y alivio en el llanto. Danos tu fuerza, porque sin ella nada hay en nosotros, nada hay sin culpa.

Pentecostés es día de alegría, y expreso una vez más este sentimiento por el hecho de que podemos de tal manera renovar el misterio de Pentecostés en la basílica de San Pedro. Pero el Espíritu de Dios no está circunscrito: sopla donde quiere (Jn 3, 8), penetra por todas partes, con soberana y universal libertad. Por esto desde el interior de esta basílica, como humilde Sucesor de ese Pedro, que precisamente el día de Pentecostés inauguró con valentía intrépidamente apostólica el ministerio de la Palabra, encuentro ahora la fuerza para gritar Urbi et Orbi: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de tu amor". Que así sea para toda la Iglesia, para toda la humanidad".

ORACIÓN:

Dios todopoderoso, que derramaste el Espíritu Santo sobre los apóstoles, reunidos en oración con María, la Madre de Jesús, concédenos, por intercesión de la Virgen, entregarnos fielmente a tu servicio y proclamar la gloria de tu nombre con testimonio de palabra y de vida. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

1R 17, 1-6; Mt 5, 1-12 El profeta Elías acompañó a su pueblo en un momento de gran crisis social. Escaseaba el pan, la lluvia y la libertad, porque estaban sometidos por los cananeos de Tiro. El profeta no cedía a la presión popular de quienes pretendían resolver esa crisis, acogiéndose a los cultos de la fertilidad e invocando a los baales (dioses paganos). Él continuaba siendo fiel a Dios, a pesar de la escasez que prevalecía por todas partes. Dios lo asistió y resistió aquella hambruna. En cierto sentido Elías vive el espíritu de las bienaventuranzas, elige confiar en Dios, acoge voluntariamente la vida sencilla, a sabiendas, que el Señor consolará en su momento a los que dispongan de un corazón limpio. La confianza en Dios es la base de la existencia del verdadero creyente, sea un hijo de Israel, como Elías, o un católico de cualquier cultura.

Tras los cincuenta días de la Pascua se apagaba el cirio Pascual. Quizás pudiste estar en una ceremonia en la que se realizó esta sencilla liturgia. En ella se decía:

"Hoy en día, el día de Pentecostés, para cerrar el tiempo de Pascua, apagaremos el cirio, ahora somos nosotros esta luz de Cristo, también porque educados en la maestría de la escuela del Resucitado, nos hemos llenado del fuego y de los dones del Espíritu Santo, vivamos ahora esta, "Luz de Cristo", que como testigos suyos, irradiaremos como una columna de luz que atraviesa el mundo, entre los hermanos, para guiarlos en el éxodo hacia el cielo, la "tierra prometida" y definitiva.

Ahora vamos a ver, en el curso del año litúrgico, brillar la luz del cirio pascual, sobre todo en dos momentos importantes del camino de la Iglesia: En la primera Pascua que sus hijos vivirán con la recepción del bautismo, y en la última Pascua, cuando, la muerte, entrará en la vida verdadera. Pidamos al Espíritu Santo que su luz ilumine a los nuevos bautizados y que aquellos se pasaran a la patria del Padre puedan ser fundidos en la luz de la luz" Mateo comienza el ministerio público de Jesús con la proclamación de las bienaventuranzas. Todos los detalles de este "discurso programático" son importantes:

Jesús contempla la muchedumbre que simboliza a toda la humanidad doliente. Y siente compasión. Hace suyos los sufrimientos de cada uno.

Sube a la montaña, se sienta y comienza a hablar. Todo nos hace pensar que lo que va a decir tiene el sello de su Padre.

El contenido es paradójico: todos los que sufren tienen dentro de sí la semilla de la felicidad. La tienen, no en virtud de su rectitud moral, de sus cualidades. Son felices, sin comparación ninguna con cualquier otro ser humano (rico, satisfecho, potente), porque Dios se ha puesto de su parte Son felices porque en el centro mismo de su dolor habita Dios, por difícil, paradójico y casi inhumano que resulte.

El tiempo de la visitación. María lo inauguró viviendo las bienaventuranzas. Ella dijo "desde ahora me llamaran bienaventurada todas las generación".

Ella es la mejor maestra para vivirlas. Las Bienaventuranzas.- Te has preguntado; Que es lo que el Ser Humano (creación Divina) desea y busca siempre?, Es la FELICIDAD, todos queremos ser felices y pensamos que encontraremos la felicidad en el tener, en la diversión, en el placer de los sentidos, en el éxito, en la fama, en la comodidad, en sentirnos capaces de algo, en pensar que lo que me gusta o disfruto es bueno. Pero veras lo que Jesus nos dice:

Jesús se dio cuenta y por eso vino al mundo, que los seres humanos, (el hombre y la mujer) estamos EQUIVOCADOS, que andamos buscando la felicidad donde no está. Es por ello que un día subió a la montaña y hablo a todas las personas que le seguían sobre las BIENAVENTURANZAS, explicándoles que la felicidad no está en el tener, en la diversión, en el placer de los sentidos, en el éxito, en la fama, en la comodidad, en sentirnos capaces de algo, en pensar que lo que me gusta o disfruto es bueno, sino en algo muy diferente: EN AMAR Y SER AMADO que es la única y verdadera felicidad Fíjate que la única y verdadera felicidad no está en la tierra sino en EL CIELO, en llegar a estar junto a Dios para siempre.

Jesús te dice en LAS BIENAVENTURANZAS, quiénes son los que deben sentirse bienaventurados, es decir AFORTUNADOS Y FELICES, porque van en el camino correcto para llegar al cielo.

– Jesús habló de 9 bienaventurados, veamos quienes son:

BIENAVENTURADOS LOS POBRES, POR QUE DE ELLOS ES EL REINO DE DIOS. El ¨pobre¨ para Jesús, no es aquél que no tiene cosas, sino más bien aquél que no tiene su corazón puesto en las cosas.

La diferencia: Puedes ser una persona que no tenga cosas materiales pero que no más estás pensando en lo que no tienes y en lo que quieres tener. Entonces no eres ¨pobre de corazón¨. En cambio puedes ser una persona que sí tenga cosas pero que su mente está puesta en agradar a Dios, en trabajar por El, en ayudar a otros, en dar tu tiempo y compartir tus bienes. Cuando no vives ocupado de lo que tienes, cuando no eres ambicioso, envidioso, presumido, cuando confías en Dios y no en el dinero, entonces ¡eres LIBRE, eres FELIZ!

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS POR QUE ELLOS POSEERÁN LA TIERRA. No es fácil entender como Cristo te pide que seas MANSO, cuando el mundo es violento, cuando para los hombres, el importante es el más fuerte, el más poderoso. Ser MANSO significa ser bondadoso, tranquilo, paciente y humilde. Ser manso no es ser menso, el manso es suave por afuera pero fuerte en lo que cree por dentro. ¨Poseerán la tierra¨ quiere decir que poseerán la ¨tierra prometida¨ que es el Cielo, o sea que llegarán al cielo.

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN, PORQUE ELLOS SERÁN CONSOLADOS. Hay personas que tienen muchos sufrimientos

en esta vida y todos pensamos ¡Pobrecito! Pues Cristo dice: Feliz el que sufre, porque ese dolor bien llevado le ayudará a llegar más fácilmente al cielo. Si unes tu sufrimiento al de Cristo, ayudas a tu propia salvación y a la de otros hombres.

Hay 3 pasos en eso de llevar el dolor:

Primero súfrelo con paciencia.

Luego trata de llevarlo ¨con gusto¨.

Lo mejor, sería ofrecerlo a Dios por amor. Yo le ofrezco y el me ayuda a sufrirlo.

BIENAVENTURADOS LOS QUE TIENEN HAMBRE Y SED DE JUSTICIA, PORQUE ELLOS SERÁN SACIADOS. Dios sabe que desgraciadamente en este mundo, los hombres cometen muchas injusticias con otros hombres: meten preso al inocente, culpan al que no hizo nada, no pagan lo que el otro en justicia merece, roban al otro lo que le pertenece, agreden y hasta matan al inocente .

¡Cuántas injusticias conocemos! Tu mismo has sufrido injusticias… Cristo no te dice: busca que se te haga justicia, véngate, desquítate… sino que te dice: alégrate, que ya Dios será justo en premiarte en el cielo por lo que has pasado aquí en la tierra!

BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS, PORQUE ELLOS ALCANZARAN MISERICORDIA. Ser misericordioso significa PERDONAR a los demás, sí… perdonar aunque sea ¨grande¨ lo que te hayan hecho, aunque te haya dolido tanto, aunque tengas ganas de odiarlos en vez de perdonarlos. Perdonar cuesta mucho, pero es lo que Dios te pide que hagas. Dios mismo te pone el ejemplo: siempre te perdona, aunque lo ofendas en lo mismo, aunque lo ofendas en cosas muy serias…. siempre te recibe con los brazos abiertos.

Jesús te pone una condición muy seria: el que perdone será perdonado, el que no lo haga no será perdonado. Piensa ¿a quién no he perdonado? , no pienses en lo que te hizo, piensa en que amas mucho a Dios y porque El te lo pide lo perdonarás. ¡Dios te premiará perdonándote a ti cuando llegues a su presencia

BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS. Tu corazón estará ¨LIMPIO¨ cuando no haya en él ningún pecado.

Cuando pecas, te ¨separas¨ de Dios por voluntad tuya. Cuida mucho la limpieza de tu corazón, que no te valga ensuciarlo, esto es cosa muy seria, puede costarte no entrar al cielo. Haz la costumbre de confesarte seguido y sobretodo de pensarlo muy bien antes de hacer algo que tú sabes que lo ensuciará.

BIENAVENTURADOS LOS PACÍFICOS PORQUE ELLOS SERÁN LLAMADOS HIJOS DE DIOS. Jesús dice que debes buscar siempre la PAZ: la paz en tu trato con los demás. Jesús nos deja su Paz, nos la da, podemos tomarla? aceptarla?, vivirla?, disfrutarla?, compartirla? (no pelear con todos y por todo), la paz en tu hogar (llevándote bien con tu familia). Para aquellas personas que creen que con levantamientos, con armas, con sangre van a lograr justicia, Este no es el camino para lograrlo Cristo repite estas palabras:

¨ Bienaventurados los pacíficos… ¨

BIENAVENTURADOS LOS PERSEGUIDOS POR CAUSA DE LA JUSTICIA, PORQUE DE ELLOS ES EL REINO DE LOS CIELOS. Hay muchas personas presas, perseguidas por la ley. Unas culpables…. otras inocentes. Pues Jesús les dice que si se arrepienten, El los perdonará y podrán entrar al cielo. Debes rezar mucho por estas personas, para que Dios los ayude a convertirse, para que se arrepientan del mal que han hecho, para que pidan perdón a Dios y puedan salvarse.

BIENAVENTURADOS SERÉIS CUANDO POR CAUSA MIA, LOS INSULTEN Y LES DIGAN TODA CLASE DE CALUMNIAS CONTRA USTEDES, ALÉGRENSE Y REGOCÍJENSE, PORQUE SU RECOMPENSA SERÁ GRANDE EN LOS CIELOS. Si alguna vez hablan mal, se burlan de ti, te señalan porque eres bueno, porque respetas los mandamientos de Dios, porque rezas, porque hablas de Jesús, porque defiendes lo que Jesús nos enseñó… ¡Alégrate, Dios tiene preparado para ti un gran premio en el cielo.

LA SAL DE LA TIERRA 1 R 17,7-16; Mt 5, 13-16 El gesto de solidaridad que despliega la viuda de Sarepta a favor de Elías la constituye en una mujer ejemplar. Su condición de viuda la convertía en una mujer vulnerable, carente de la protección legal que le ofrecería su marido en una sociedad patriarcal. Como campesina pobre, debía conseguirse el sustento trabajando en el campo. Habituada a pasar necesidades, había sobrevivido a situaciones adversas. Cuando Elías la desafía a compartir sus escasos bienes, se dispone a hacerlo, porque su vida es la manifestación patente de que Dios no abandona a sus fieles. Esta mujer prefiguró la espiritualidad de que nos habla el Evangelio de san Mateo. Fue sal de la tierra y luz del mundo para sus prójimos. En la hora del aprieto se animó a compartir sus bienes, confiando en la fidelidad del Señor, Dios de Israel.

El evangelio nos pone delante el conocido pasaje de la sal y la luz, dos imágenes que evocan cómo ha de ser nuestra vida en medio del mundo. Pidamos luz al Espíritu Santo, a Él, que es luz de los corazones y luz dichosísima, como reza el Himno al Espíritu Santo– para que nos ilumine y nos haga alumbrar a los hombres, y pidámosle también fuerza y amor para transmitir el buen sabor del Evangelio.

Para nuestra oración de hoy podemos fijarnos en ambas imágenes. Nos ayudaremos para ello de algunas reflexiones del papa Francisco.

"Ustedes son la sal de la tierra". La sal da buen sabor a los alimentos y los preserva de la corrupción. Es sencilla, poco vistosa (no tiene brillo), y para ejercer su función ha de disolverse, con lo que deja de advertirse. Es una imagen de nuestra vida como católicos en el mundo. "para condimentar, tiene que unirse a los alimentos, pero conservando todo su poder revulsivo, su sabor acre", y extrae esta aplicación: "¡Perspectiva ilusionante! Salvar el mundo sin salir de él, desde dentro. Lo que no puede ni debe hacer el sacerdote o religioso, pero sí el laico o seglar". Estamos llamados a ser "sal de la tierra que sin ser vista, da sabor católico a

nuestro mundo: trabajo, profesión, familia, enseñanza, cultura, industria, economía, política…" Recuerdo una escena que vi en Picos de Europa: había un rebaño muy disperso por las laderas de un valle angosto, la canal de Asotín. Subiendo venía un hombre. En cuanto le vieron, las ovejas se arracimaron en torno a él. Era el pastor. Les traía sal.

¡Cómo atrae la sal! ¡Más que los silbidos!

¿Cómo ser sal en el mundo? Nos enseña el papa Francisco: "con una vida santa daremos «sabor» a los distintos ambientes y los defenderemos de la corrupción, como lo hace la sal". Si nos quejamos hoy de que haya tanta corrupción, soledad y tristeza en nuestros ambientes… ¿no será que no les hemos dado la sal de nuestra vida santa, transparencia de Cristo?

"Si la sal se vuelve sosa… ¿con qué la salarán? ¿Para qué sirve?" Comenta el papa: "si nosotros, los católicos, perdemos el sabor y apagamos nuestra presencia de sal y de luz, perdemos la eficacia". Se vuelve sosa la sal que se guarda para sí misma en el anaquel, la que rehúsa a mezclarse con los alimentos, o la que se avergüenza de su sabor acre y lo enmascara confundiéndose con sabores más de moda. ¿Qué pasa cuando se añade azúcar por error, en lugar de sal, a la

ensalada o al huevo frito? Aquello no sabe lo mismo… y no hay quien lo coma.

"Ustedes son la luz del mundo". Pensemos en una noche cerrada: por más que abrimos los ojos no captamos lo que nos rodea, no encontramos el camino, todo es negrura. ¡Qué diferencia cuando alborea la luz! Y es que "la luz lo penetra e ilumina todo (…) lo llena todo de claridad y alegría".

¿Cómo actúa la luz? "La transformación de la noche en día, por radical y revolucionaria que sea, la hace la luz con una naturalidad y sencillez encantadoras. Sin ruidos ni estridencias, sin cortes bruscos que desconciertan, sin oscilaciones rápidas que perturban, con paciencia incansable, con exquisita suavidad". Y extrae esta aplicación: "el bautizado-luz actúa así irradiando a Cristo con plácida serenidad, derrochando delicadeza. Sin agitaciones estériles, sin activismo infecundo. Ilumina con tacto y tenacidad, sin perder la calma, sin prisas que matan el amor".

"Alumbre su luz, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre". Exclama el papa: "¡Qué hermosa misión la de dar luz al mundo! Es también muy bello conservar la luz que recibimos de Jesús, custodiarla, conservarla. El católico debería ser una persona luminosa, que lleva luz, que siempre da luz. Una luz que no es suya, sino que es el regalo de Dios". Esa luz que, como afirma el salmo responsorial, es la luz del mismo Dios: "haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro".

Oración. Santa María de la luz, llena de aceite nuestras lámparas, alcánzanos el Espíritu Santo, para que brille sobre nosotros la luz del rostro del Señor, de modo que brille así nuestra luz a los hombres, caminando como hijos de la Luz.

Enséñanos, como tú camino de la montaña, a olvidarnos de nosotros mismos, y a darnos como la sal a los demás.

Hch 11, 21-26; 13,1-3; Mt 5, 17-19 La tradición católica asocia a este par de apóstoles, más aún, los Hechos de los Apóstoles refieren que fue Bernabé, quien animó a Pablo a dejar su patria y su familia en Tarso, para sumarse a la misión más innovadora en Antioquía.

Efectivamente, estos dos apóstoles dieron un salto decisivo al anunciar el mensaje a griegos y judíos sin hacer distinción alguna. No cancelaron la importancia de la ley judía, simplemente la apreciaron en su justa valía. En adelante la relación adecuada con Dios pasaría a través de la fe en Jesucristo. El cumplimiento de las obras exigidas por la ley, no sería la condición previa para acceder a la salvación, sino la expresión y la consecuencia de haber sido salvado. Dios es quien nos salva y no nuestras acciones meritorias, que en realidad no son causa, sino efecto de la salvación.

De la primera lectura nos vamos a fijar en esta frase del final:

"Un día que ayunaban y daban culto al Señor, dijo el Espíritu Santo: «Apartenme a Bernabé y a Saulo para la misión a que los he llamado." Algunos no saben que es lo que quiere Dios de ellos. Pero nosotros sabemos que en nuestra oración diaria Dios nos aparta y nos llama a la misión.

Como laicos, seglares, la misión está muy cerca en nuestro instituto, universidad o trabajo. ¿Allí hay personas alejadas de Dios? Allí está nuestra misión.

Pidamos hoy en la oración ser un Pablo o un Bernabé con nuestros compañeros y compañeras. Él nos llama a la misión. Digamos sí y seamos también católicos como a los que pusieron como apodo Cristianos a los primeros en Antioquía por servir a Cristo Jesus.

"Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas:

su diestra le ha dado la victoria, su santo brazo." ¿Cómo tiene que ser nuestra misión? Tiene que ser como un canto nuevo: alegre y contagiar entusiasmo.

"El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la alegría" dice en el número 5 el Papa Francisco en Evangelli Gaudium.

"En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «Vayan y proclamen que el reino de los cielos está cerca. Curen enfermos, resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios. Lo que han recibido gratis, denlo gratis" Lo que han recibido gratis denlo gratis nos dice Jesús a cada uno de nosotros. Dejemos llenarnos en la oración de eso que Dios nos quiere dar y luego llenos vayamos a darlo gratis. Compartamos nuestra alegría con aquellos que todavía no han descubierto la alegría del Evangelio.

Hb 10, 12-23; Lc 22, 14-20 Los evangelios nunca presentan a Jesús como miembro de algún linaje sacerdotal. El suyo no era un sacerdocio del linaje de Levó. Vivió su misión profética desde su condición de laico y artesano de Nazaret. Sintió el llamado de Dios y proclamó la inminencia del Reino con obras y palabras. Cuando la tozudez de las autoridades judías se opuso radicalmente a su llamado, descubrió que debía entregar no solo sus palabras sino su vida toda, para que Dios hiciera surgir con fuerza el Reinado divino. A través de ese acto decisivo, ingresó al santuario, traspasó la cortina y ensanchó el acceso de los hombres a Dios. Su obediencia lo constituyó víctima perfecta, de manera que cuantos se apoyen en Él, alcanzarán la respuesta favorable de parte de Dios.

Al celebrar la fiesta de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, la liturgia nos pone delante del relato de la institución de la Eucaristía que narra san Lucas. Desde él podemos comprender mejor este misterio de Jesús y captar su repercusión en nosotros. Pidamos luz para ello al Espíritu Santo. Y leámoslo con atención.

Las primeras palabras del evangelio son: "llegada la hora"; y las de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer".

Es el momento de la salvación, es la hora de Jesús, que se ofrece como sacerdote por todos nosotros. Pero junto a ese padecer Jesús predice su victoria final, cuando dice que esa comida y esa bebida ".no la comeré más hasta que se cumpla en el reino de Dios".

Jesús nos lo dice también a nosotros, recordándonos una vez más que gracias a su muerte y resurrección se pude cumplir en nuestra vida la parábola del grano de trigo: si no cae en tierra y se muere, no da fruto, pero si muere da mucho fruto.

Como es el caso de los mártires católicos a lo largo de 2000 años de catolicismo ininterrumpido.

Después llega la institución de la Eucaristía: "Esto es mi cuerpo, Que se entrega por vosotros" ("Esto" Pronombre demostrativo neutro Empleado para indicar una cosa cercana en espacio o tiempo) nos dice que en esa forma en especie que después de ser bendecida por el sacerdote católico permanecerá en tiempo y tan cerca como dentro de nosotros cuando lo recibimos honestamente en nuestro cuerpo en las Sagrada Eucaristía, permanecerá con nosotros hasta el final de los tiempos.

NO dice ESTE porque aunque también se refiere a espacio y tiempo queda limitado al momento actuante y solo se referiría al momento con sus apóstoles y no hasta el final de los tiempos.

Jesús, que con numerosos actos de misericordia había nutrido a la gente a lo largo de todo el Evangelio y que había distribuido pan y pescado a la multitud hambrienta, ahora vuelve a alimentar a los apóstoles. Pero ahora el alimento es el mismo Jesús: no un Jesús abstracto sino un Jesús que se "da" a sí mismo por sus discípulos.

Y la frase "por Ustedes" quiere recalcarnos que ese ofrecimiento de Jesús, no es únicamente el resultado de una violencia absurda sino una muerte padecida por el bien de todos los hombres. Jesús se entrega por los que ama, por sus discípulos, por cada uno de nosotros los que lo seguimos en la obediencia a su palabra a nosotros los católicos y por todos los de buena voluntad y vida de santidad pero que aun no se dan cuenta que son parte de la Iglesia de Jesús Verdadero Dios y Verdadero hombre.

Después coge el cáliz de vino: "Esta copa es la Nueva Alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por Ustedes". Subraya de nuevo que su muerte es por el bien de los que ama, y que derrama su sangre.

Es una imagen bíblica, pues ya en el Antiguo Testamento la Alianza entre Yahveh y el pueblo se realiza mediante un ritual de sangre. Moisés derrama la sangre sobre el altar y luego sobre la comunidad diciendo: "Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con vosotros" (Ex 24,8). Jesús cumple la promesa hecha, no sólo desde Moisés, sino desde los orígenes de la historia de la salvación. Jesús se nos da hasta la última gota de su sangre como el pago por nuestros pecados (pago altísimo jamás igualado) y para lavar nuestras culpas. (Isaias).

Pero entre el gesto sobre el pan y el de la copa, Jesús dice: "Hagan esto en memoria mía".

Con esas palabras está encargando a los apóstoles la delicada misión de conectarle con todos los discípulos que iremos siendo llamados por Él a lo largo del tiempo hasta el final de los tiempos cuando celebramos la Santa Misa.

Les encarga "hacerle presente", con todo lo que Él es e implica. Así Él puede estar presente en medio de nosotros hoy, gracias al ministerio de los apóstoles y sus sucesores El PAPA, lo obispos y sacerdotes, quienes cumplen el mandato de "Hagan esto en memoria mía". Es la gran misión de los sacerdotes.

Gracias a ellos, el sacerdocio de Jesús continúa presente en medio de la Iglesia en cada celebración de la Eucaristía: el don de su vida por sus discípulos continúa vivo en aquellos que junto con Él son llamados a hacer lo mismo. Esto se realiza en la liturgia, en una vida de dedicación completa al servicio de los demás y, sobre todo, en la configuración de la propia personal con Jesús Eucaristía. Como dice san Juan Eudes:

"El Corazón de Jesús no es solamente el Templo, sino el altar del divino amor. Él es el soberano sacerdote que se ofrece continuamente con amor infinito.

Ofrezcámonos con Él, que Él nos consuma enteramente en el fuego de amor de su corazón".

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